Sala de columnas - ‘Le voleur de roses’

Autor

SALVADOR SOSTRES

‘Le voleur de roses’

LA PRIMERA vez que llegué a París tenía un millón de euros en uno de aquellos bancos suizos cuyas salas de espera son más bonitas que cualquier restaurante de España y el compromiso con mi abuela de gastarlo en el plazo máximo de un año. «No es para ahorrar ni para que pienses en el mañana. Del mañana ya nos ocuparemos mañana. Es para que conozcas lo que tienes que conocer y puedas ir por el mundo sin hacer el ridículo». De todos modos, para que yo gaste, no hay que insistirme demasiado.

Al salir del hotel lo primero que hice es entrar en una pequeña tienda de perfumes llamada L’Artisan Parfumeur y compré Le voleur de roses, de Michel Almairac. Descubrí el lujo oliendo a rosa desgarrada y pletórica. Mi abuela acertó cuando me dijo que el lujo hay que descubrirlo de golpe, de un solo golpe deslumbrante y soberbio. Sin tener que contar y sin la mala conciencia de estar tirando el dinero. Hay que tirar el dinero, tirarlo, sabiendo que siempre hay más. La única lata de caviar es de kilo ochocientos cincuenta, y el único cubierto una cuchara sopera. Hay que haber arrasado en Armani y agotado las existencias de magnums de Cristal. Hay que conocer el lujo para dejar de hacer el ridículo pretendiéndolo. La medida del lujo es el exceso y no volver nunca más. Ninguna emoción es comparable a la primera vez y cualquier regreso es retórico. Podemos volver y yo de hecho casi siempre vuelvo. Pero ya no es lujo sino nostalgia y no aprendes nada más.

Al principio me superaba el querer abarcar pero luego tomé distancia y descubrí que el lujo es fundamentalmente una actitud, un carácter, y que si yo me sentía bien y con fuerzas para propagarme creaba lujo allí donde estaba. El lujo me enseñó a ser generoso y a comprender que todo era inútil sin el bienestar compartido. El lujo a solas es una parodia del lujo. El lujo siempre tiene que ver con los demás. Para una pareja que se ha enfadado, un hotel de lujo es un escarnio.

Al cabo de diez años conocí a mi mujer y me explicó que su padre había trabajado con Michel Almairac en Grasse y que es uno de los perfumistas a los que más admira. Todavía compro Le voleur de roses y aunque ya no tendría fuerzas para volver a incendiar París, sin aquel año de locura y de gloria jamás habría podido comprender la última ternura de las cosas.